Yo
también sé llorar, padre,
en
la lejanía del silencio
por
el temor de esta vida, cuyo aire
mi
piel vulnerable apenas descubre.
Estaba
listo para ser amado,
mi
rostro lo decía todo
y
mis ganas de decir primitivamente:
“Este
soy yo, padre”.
Pero
tú no anhelabas conocerme.
Sabías
que otra parte de ti amaneció
y
sentiste terror de verme
por
encontrar de tu apariencia un engendro.
Dime,
padre ¿Acaso no es antinatural
que
quien engendra no sienta emoción?
¿Entonces
quién es el adefesio
incapaz
de expresar un amable
sentimiento?
Yo
también sé, padre,
que
en mi inocencia me buscaste.
Seguramente
te ofrecí una frágil sonrisa
que
poco deshizo tu seca cornisa.
¡Estaba
listo para ser!
¡Estaba
en la más tierna edad para cautivar!
¡Ese
momento en que toda suave criatura
conmueve
por su sola simpleza!
Pero
tú no me anhelabas.
No
logré retenerte, no fui suficiente
(eso
me consta hoy con cualquiera),
y
para siempre desapareciste.
Dime,
padre ¿acaso no es
injusto
desconocer tus inclementes facciones?
¿Quién
te dio el privilegio de acercarte
sin
yo poder recordarte?
Yo
también sé
que
yo no funciono a la mitad.
Me
veo al espejo y estás ahí,
pero
no sé qué de ti hay en mí.
Estaba
listo para,
sin
saberlo, intentar ser fuerte
cuando
daba a mis muñecos la habilidad
de
crear escudos para del dolor protegerme.
Pero tú
no estuviste para escucharme crear historias,
para tomarme de los hombros en la luz
y hacerme creer que en tu cercanía podía
confiar.
Dime, padre ¿Acaso no
te hace falta el sonido de mi nombre?
Porque cada día algo más de mí perece
y me desplomo ante tu indescifrable imagen.
Yo también
quiero detener tu recuerdo
con esas palabras que te faltó dedicarme:
Estoy listo para decir adiós.