sábado, 26 de octubre de 2013

Las luces de la muerte

Sonaban las voces a un mismo eco,
el cielo se coronaba de fuerza.
En tres culturas, una fortaleza;
entre tanta gente, una certeza:
un país sin pobreza.

Retumbaba Tlatelolco por su lucha,
pancartas decían
lo que otros censuraban.
Tantas voces rugían
con más potencia
que la del tanque su maquinaria
que no intimida la exigencia
de aquellos que tienen presencia
ante de México, su esencia.

Templo que pasado prehispánico
la fuerza del jaguar en ellos impregna,
fuesen ya con su vuelo un abanico,
o sigilosos en cada escena,
ellos guerreros son en cada consigna.

Iglesia que con estructura de Dios
proteges a tus hijos;
ellos de ti son fieles ejemplos
de la paz que buscaba Cristo.

¡Gran torre de concreto,
no permitas que la modernidad 
traicione, ni al convento, 
ni al templo, ni al evento
que de los tres mundos es elemento!

Que desde la tierra
tantos son, unión de México.
Se ven, no quieren el Olímpico,
se escuchan, no quieren guerra.

Con una misma palabra
las manos se alzan a una hora.
Multitud de Moisés
que sin conocerse
camina hermano a hermano,
ve el mismo motivo cara a cara.

Bramido se eleva por la plaza
que con esencia bélica
defiende con fuerza la paz,
cuya potencia replica
por todo el aire
su movimiento vivaz.

Incluso ellos lloran
al ver la unidad consumada
que es fuego que a la patria da vida.

Mas de los alrededores
aparece otro tipo de fuego.
Los cascos invaden poco a poco
de la lucha, el campo.
Ellos marchan, se sabe el blanco
- que no es el de la paloma -,
que es ataque con fin específico.

Se acercan, se juntan intenciones,
unos se preparan, otros sólo ven;
unos no temen, otros esperan orden.
Los ánimos se desploman,
hay tensión entre los que hablan.

Y del cielo una luz cae,
desciende lentamente;
los ojos voltean sin entender,
mas otros saben que es señal de muerte.

Luces por fin impactan en el suelo
y de pronto los balazos 
empiezan su vuelo.

Rompen con el rugido
del estudiante. Las balas ruedan
por el aire, e impactan
en los cuerpos. Los perforan.

En segundos la multitud se disipa;
mas parece imposible,
pues cuerpos ya se ven insensibles
en el suelo, y eso anticipa
que salvarse es algo inalcanzable.

Corro, corro, siento temor,
veo a todos lados, hay muertos.
Huele a sangre, huelo a horror.
Gritos, desesperación,
llantos, decepción, 
oscuridad con cadáveres,
la vida entre paredes.

Veo jóvenes, 
hombres, mujeres,
niños tan inocentes, 
todos en el suelo inconscientes.
De sus cuerpos rojos mares
emanan cual corriente
de agua que comparte
su líquido puro
entre rocas inertes.

Mis lágrimas ya caen
al ver tales imágenes,
pero mi cuerpo no se detiene
y veo que alguien como yo viene
-en su mano porta una tela blanca-;
llega atrás, me apunta en la nuca,
me dispara, y de mi cuerpo
ya mis energías y mi vida salen.

Patria y bandera
ellos esperan que pida perdón
mas yo sé que serví a la nación.
Ni traidor ni cobarde
seré para esta tierra
que fue mi inspiración.

Así un cuerpo más cae,
su muerte fue provocada
por los puños que sin blanca alma
ensangrientan su tela que es arma
contra la que antes era paloma.

Ellos, con disfraces de ser iguales
matan al que también es pueblo;
por tener de plata puñales
ya se creen jefes, cuando son títeres
de quienes con ninguno son amables.

Los de verde muerte
disparan, sangre salpican,
y con golpes destrozan frentes.
Ya desde lo alto suenan
tiroteos que alcanzan
a los que escondidos
por su vida con temor suplicaban.

¡Ya los cadáveres
- que en sus caras guardan terror -,
en la plaza yacen sin existencia!
¡Si acaso vieras Iglesia
cómo el viento sus pares
roza al pasar su ropa vacía!


 ¡Si pudieras tú cruz encarnar,
sin duda con esta cacería
tu bendito rostro lágrimas tendría
al ver tan cruenta carnicería!

Mas ya las balas cesan,
incontables son los que con sus prendas
yacen en el suelo con fallecidas
caras que con sus miradas
la tortura de su muerte expresan.

De pronto de los más profundos rincones
los tanques se acercan, son montones;
y quien vivo entre cadáveres 
aún se encuentra, agonizante,
intenta arrastrarse rápidamente;
poca será su suerte,
pues ellos con sus máquinas aplastantes
por sobre los cuerpos rompen
los huesos que crujen
por el peso del tonelaje
del tanque al pasearse
por aquellos que ya no sienten.
En vano es intentar salvarse.

La masacre se detiene,
pero la crueldad sigue con vida.
Los cuerpos de pálida
expresión son fríamente
aventados a un monte
que es cúspide de la muerte.

Entonces la luna lentamente
asoma su mirada
a este campo ya sin vida.

Y entonces el cielo
por sus hijos caídos
comienza a llorar con desconsuelo.
Sus lágrimas caen en los no vencidos;
su sentir llega al suelo,
y con su sangre emprende el vuelo.

Las gotas de lluvia
descienden con dolor;
mas son ellas la vía
para que con el olor
el rojo d´este día
subir podría
a los brazos de quien irradia
en cuerpo celeste, su calor.

Así pues su esencia
toda, como al comienzo, en una
sube y se convierte en estrella
que en el cielo con fuerza brilla.
Ellos uno a uno se incorporan
a ese manto que celeste
su muerte desmiente.

¡Oh tú madre que ya lloras
por tu hijo desaparecido,
que esperas no verlo herido,
que se desgarra tu latido!

¡Oh padre que te falta fuerza
por encontrar su presencia
después de esta vileza,
y que gritas por tu otra parte
sin saber si tiene existencïa!

Vivos que por sus queridos piden
bajo las estrellas y su luz,
sientan el abrazo de quienes viven.
Ellos piden nunca olviden
que quienes por la patria mueren
ni se despiden, ni se rinden.




Plaza de las Tres Culturas

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